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insultado abiertamente a Pedro Sánchez desde un acto en territorio español y, sorprendentemente, no ha pasado nada. Ninguna sanción diplomática seria, ninguna reacción institucional proporcional al insulto. Apenas una nota de protesta, declaraciones medidas y, como mucho, una cierta resignación.
Milei monta sus numeritos estrafalarios, se contonea sobre el escenario haciendo gestos simiescos, como si fuera una caricatura de sí mismo, y eso —lejos de deslegitimarlo— parece consolidar su figura entre sus simpatizantes. No solo no paga un precio por ese tipo de comportamiento: lo capitaliza.
Milei, Trump, Orbán, incluso Musk representan una nueva forma de hacer política que renuncia al debate racional, al respeto institucional y a las normas diplomáticas
Es impensable imaginar a Pedro Sánchez viajando a Buenos Aires para insultar al presidente argentino desde un mitin partidista. La asimetría es evidente y revela un fenómeno inquietante: ciertos políticos pueden permitirse lo impensable porque han logrado alterar las reglas del juego. Milei, como Trump, como Bolsonaro, como Orbán, como Musk desde otro ángulo, representa una nueva forma de hacer política: una política que renuncia al debate racional, al respeto institucional y a las normas diplomáticas. Lo suyo no es gobernar dentro de los límites, sino convertir la política en un espectáculo, en una provocación constante. Y lo hacen con eficacia.
El problema no es solo lo que hacen, sino que funcione. La escena política ha sido invadida por una lógica emocional, polarizadora y mediática que recompensa la estridencia y penaliza la mesura. Insultar, exagerar, hacer payasadas, caricaturizar al adversario, romper protocolos: todo eso ya no se considera un error, sino una táctica válida. Y no solo válida, sino rentable. Una parte del electorado —desencantado, furioso o simplemente seducido por lo grotesco— prefiere el espectáculo a la deliberación, la performance al argumento. No importa lo que se diga, sino cómo se dice. El gesto prima sobre el contenido. El meme sobre la idea.
En ese escenario, los líderes tradicionales se ven atrapados. Si responden con agresividad, son acusados de ponerse a su nivel. Si callan, parecen débiles. Si intentan debatir, quedan ridiculizados por quienes no buscan razones sino escenificaciones. Milei puede venir a España y armar su numerito porque sabe que su show le rinde más que cualquier gesto diplomático. Y porque sabe que, del otro lado, hay aliados que lo reciben con entusiasmo y un ecosistema mediático dispuesto a amplificar su mensaje o, al menos, a minimizar sus excesos.
La ciudadanía, cada vez más polarizada, se divide entre los que aplauden y los que se escandalizan, pero todos se acostumbran
Pero esta degradación del lenguaje y del comportamiento político no es inocua. Si el insulto reemplaza al argumento, si el espectáculo sustituye a la verdad, si el ruido anula la deliberación, entonces la política pierde su capacidad de articular proyectos comunes. La ciudadanía, cada vez más polarizada, se divide entre los que aplauden y los que se escandalizan, pero todos se acostumbran. La banalización del discurso arrastra consigo las instituciones, las normas compartidas, el respeto por la diferencia, incluso la idea misma de verdad.
Lo más inquietante no es lo que estamos viendo hoy, sino lo que puede venir mañana. Si la política se convierte en un circo de egos desatados, donde el que más grita impone el relato, lo que se erosiona no es solo el civismo sino la democracia misma. Porque cuando la verdad deja de importar, cuando el adversario se convierte en enemigo, cuando los líderes se comportan como influencers sin límites, el terreno está abonado para formas de autoritarismo que ya no necesitan tanques, sino audiencias cautivas y redes sociales.
Milei no es una anécdota. Es un síntoma. Y su impunidad escénica en España no es solo una falta de diplomacia: es una advertencia sobre el futuro, y si la política se rinde al espectáculo, todos acabaremos siendo parte de una tragicomedia donde la razón ya no tiene sitio.