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Leo, no con demasiada sorpresa, que Cospedal, ministra y secretaria general del Partido Popular que fue, habla de matar a un fiscal. Ya sé, en el calor de la discusión, en el descontrol de las palabras calientes, en la irracionalidad de los sueños, se pueden decir cosas de las que uno después se arrepienta. Pero ¿matar?, por qué hay que matar a un fiscal, no bastaría con destituirlo, procesarlo como a García Ortiz, cancelarlo, expulsarlo de la carrera como hicieron con Garzón, de verdad, ¿había que matarlo, el plan era matarlo? Las palabras se las lleva el viento dependiendo de quien las diga y éstas de Cospedal desaparecerán como si nadie las hubiese pronunciado jamás. Sin embargo, denotan una formación nada humanística y una capacidad para el odio desmesurada, capacidad que, a fuerza de repetir barbaridades, de presentar la vida española como si estuviésemos todos a punto de matarnos, está siendo asimilada por miles de personas que en su vida tal vez nunca pensaron en odiar a nadie.
Las palabras se las lleva el viento dependiendo de quien las diga y éstas de Cospedal desaparecerán como si nadie las hubiese pronunciado jamás
¿Hay problemas en la sociedad española? Los hay y graves. Luego están los inventados, los que aparecen en la mayoría de la vivienda o el del envejecimiento de la población. Se han solucionado, o al menos menguado, cuestiones como la catalana que nos tuvieron al borde del desastre durante unos meses en los que gobernó en ambas partes la intolerancia y la incomprensión, somos el país que más crece de Europa, hemos emprendido con éxito la sustitución de las energías fósiles por las renovables con la enemiga de las eléctricas y la derecha, que es lo mismo más o menos, mediando apagón inédito, estamos a punto de morir de éxito por lo mucho que nos quieren los turistas que nos echan de nuestros barrios y seguimos siendo el país que más órganos dona y más trasplantes realiza, además de tener al mejor jugador del mundo de tenis, al murciano Alcaraz, al mejor futbolista, Lamine Yamal, al mejor motorista, Marc Márquez y a muchos de los mejores cocineros. ¿Nos quejamos de vicio? No, aunque haya sido tradicional entre nosotros la queja, el victimismo estilo Ayuso, la lamentación, la crítica comadrejil, no se trata de eso, ahora se trata de odiar y odiar a alguien sólo una satisfacción plena: La desaparición física del odiado.
Alguien ha decidido de nuevo que la mejor fórmula para volver al poder nominal -el real-, que es el del dinero, la judicatura y las cloacas, que nunca han dejado de tenerlo, es fomentar el odio entre ciudadanos sin que a día de hoy algunos sepamos los motivos de esa inquina irracional, que podría ser lógica si hubiese un gobierno revolucionario incautando propiedades a los más poderosos, pero que resulta incomprensible cuando lo más atrevido que ha osado hacer el actuar ejecutivo ha sido subir el salario digno a una cantidad que sigue sin ser suficiente para vivir. Hay algo ancestral, atávico, algo de nutricio en ese odio que antes sólo sentían las clases herederas de la dictadura pero que ahora, gracias a las desigualdades crecientes y a la propaganda masiva del odio desplegada a lo grande en medios y redes con la colaboración de una parte de la judicatura, ha trascendido a amplias capas de la población, a la que ya no interesa la verdad, sino que acomodar los acontecimientos a sus propósitos.
Vivimos en uno de los países en que mejor se vive el mundo, sólo tenemos que bajar unos metros, atravesar el Mediterráneo para ver de verdad lo que es la vida como un castigo interminable
Está claro que vivimos un periodo reaccionario al que podría empezar a poner fin el mismísimo Donald Trump gracias a la cantidad de disparates que es capaz de cometer cada minuto, aunque su propósito sea el dominio policial y cibernético de la población. No creo que el mundo saque nada bueno de volver a caminar de nuevo por el lado más tenebroso que ha conocido el hombre, el del control policial, la tortura, la extorsión, el exilio, la deportación y la muerte, pero parece que muchos de nuestros conciudadanos creen llegado el momento de la mano dura, de Bob Dylan ni a Serrat para que hablen por nosotros, ni a Chaplin o Renoir, ni a Sampedro ni a Margarit, hay mucha gente, sí, que no odia, que piensa que esto no puede seguir así, pero apenas de les oye y quedan subsumidos en la cultura que impone el mercado, vacía, cutre y flatulenta.
No cabe el silencio, ni la resignación, ni mirar para otro lado. Del modo que cada uno pueda, es menester combatir el odio, no hay razón alguna para odiar a nadie en nuestro país, absolutamente a nadie pese a que hay gente que ha perdido la condición humana. Vivimos en uno de los países en que mejor se vive el mundo, sólo tenemos que bajar unos metros, atravesar el Mediterráneo para ver de verdad lo que es la mierda, la vida como un castigo interminable. Si alguien llega al poder fundando su triunfo en el odio al contrario político, al que no piensa de igual manera, estaremos abocados a repetir todos los errores del pasado y, pese al desconocimiento reinante, hemos de impedir que eso vuelva a suceder. Desterremos el odio, sólo crea destrucción y muerte.