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Sin duda, en esta sociedad que habitamos no tener dinero puede causar muchas desazones, pero no se suele reparar en que también lo contrario suele ser cierto. El exceso pecuniario puede ser fuente de una enorme infelicidad. Por de pronto, atesorarlo y sobre todo acrecentarlo reclama un tiempo que se detrae de otras cosas mucho más importantes. Además, tiende a conllevar un impacto negativo en las prioridades personales, al demandar un sinfín de sacrificios tanto explícitos como camuflados. A veces exige descuidar la salud y en ocasiones renunciar al amor, entre otras cosas que hay en la vida.
Idolatrar al becerro de oro es un pésimo negocio y equivale a vender al diablo tu alma
Para la mentalidad ultraneoliberal que rinde un exacerbado culto al dinero, vales con arreglo a lo que tengas. La quintaesencia de tu personalidad serían tus cuentas bancarias y patrimonio inmobiliario. Sin activos financieros no tienes carta de ciudadanía, la cual se ve reservada para quienes manejan cifras astronómicas y operan en determinados círculos de gente con el riñón bien cubierto. Vivimos bajo el síndrome del tío Gilito, ese pariente del pato Donald cuyo único placer tirarse a una piscina repleta con monedas de oro.

Ahora los nuevos Crasos ni siquiera manejan el noble material que acabó con el rey Midas. Las inmensas fortunas que manejan no responden a ningún patrón y son fruto de la especulación financiera, como muestra el fenómeno de las criptomonedas y la curiosa expresión “criptobro”. Se trata de hacerse rico sin más y del modo más expeditivo, aunque con ello puedan esquilmarse los recursos naturales del planeta o privar de bienes primarios a una inmensa mayoría, como sucede por ejemplo con la vivienda. Los fondos buitre arruinan barrios enteros con esas viviendas vacacionales que trastocan los núcleos urbanos, convirtiéndolos en parques temáticos.
Esta es otra cualidad propia del exceso de dinero. No solo quebranta la dicha de quien lo posee, sino que también causa mucha infelicidad entre un sinnúmero de víctimas propiciatorias. Es obvio que, sin tales abusos, habría un reparto más adecuado de algo tan elemental como poder alquilar una casa sin ser millonario. El problema es que solemos envidiar a los Crasos de turno y profesamos encubiertamente una plutofilia que otorga carta blanca para sus desmanes. Más nos valdría caer en la cuenta del triste sino de quienes heredan una considerable fortuna y deben continuar una saga familiar, sin poder elegir su propio destino.
Resulta difícil apreciar lo que se tiene, cuando se tienen demasiadas cosas y su gestión marca el rumbo de tu vida
Saber prescindir de lo superfluo nos hace más ricos y menos dependientes, además de amortiguar el mono del consumismo compulsivo. Las mejores alegrías que nos da la vida son gratuitas y ni siquiera se pueden comprar con dinero. Eso sucede con el amor y los afectos, las amistades y esas alegrías que podemos proporcionarnos mutuamente compartiendo aficiones de todo tipo. Para pasear por la naturaleza no necesitamos de grandes equipamientos. Basta con disponer de tiempo para disfrutar ello.
Idolatrar al becerro de oro es un pésimo negocio y equivale a vender al diablo tu alma. Resulta difícil apreciar lo que se tiene, cuando se tienen demasiadas cosas y su gestión marca el rumbo de tu vida. Casos como el de Trump nos hacen pensar que tampoco es algo bueno para ser una persona equilibrada, porque puedes llegar a creerte alguien superior, muy por encima del común de los mortales, condenado este a seguir tus caprichos como si fueran mandaros divinos. Estar en su pellejo debe ser una experiencia horrible. Su éxito es una maldición, como si en el pecado llevaran la penitencia.
No se trata de vivir como Diógenes, pero sí de no dejarnos arrastrar por una vorágine acaparadora que desborda con mucho nuestras necesidades naturales
Quizá sea un simple consuelo que pretende hacer de la necesidad virtud, pero siempre he pensado lo mismo. Disponer de lo suficiente para vivir sin sobresaltos es algo que no debería ser noticia, pero no es menos cierto que un exceso pecuniario produce muchas cuitas y sinsabores, al esclavizarnos de una obsesión que determina nuestra libertad. No se trata de vivir como Diógenes, pero sí de no dejarnos arrastrar por una vorágine acaparadora que desborda con mucho nuestras necesidades naturales y genera otras totalmente ficticias que pueden amargarnos la existencia. Nunca es demasiado tarde para renunciar a los prejuicios y no dejarnos arrastrar por las inercias.