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Carlos Valades | @carlosvalades

No soy objetivo con este montaje. No puedo serlo. Hay muchas referencias que me tocan de manera personal. Mi padre fue boxeador. Mintió sobre su edad para que le dejasen combatir, a pesar de enfrentarse a boxeadores más mayores y curtidos. Entrenó muy duro y supo retirarse a tiempo, antes de que le dejasen sonado para siempre, como ha pasado con muchos púgiles. En los oscuros tiempos de la posguerra y el franquismo, el boxeo hacía furor y los ídolos de muchos jóvenes eran José Legrá, Pedro Carrasco o Paulino Uzcudun. Hay una oscura poética en el boxeo, un romanticismo violento que va más allá de dos personas pegándose puñetazos. Son los antihéroes de la sociedad, un regreso a los tiempos del circo romano, jaleados y animados a seguir golpeándose hasta la muerte.
Una función donde reflexionar sobre lo que significa ganar, donde la ética se pone contra las cuerdas y el combate más duro muchas veces es contra uno mismo
El estupendo montaje dirigido con maestría por Pilar Valenciano nos trae de vuelta a los años 80, tiempos de heroína, heavy metal, chupas de cuero y litronas. El espacio, la trastienda de un gimnasio repleto de taquillas metálicas, la antesala al ring donde se disputa el combate por el campeonato de Europa entre Kid Peña y Alarcón. Abre la escena Sony Soplillo, un ayudante de Kid, interpretado por un magistral Mario Alonso, que insufla verdad a ese chico de barrio que ha esquivado las drogas, inocente y pendenciero, amante del rock y de las apuestas, quizás el personaje más agradecido de la obra. Marcel Esparza, es el entrenador de Kid, interpretado diestramente por Daniel Ortiz, el personaje más sobrio y taciturno. Francisco Ortiz interpreta a Kid Peña. Con un físico pugilístico, Francisco se mete en la piel de un perdedor, un joven de pueblo cuya única virtud es saber golpear más y mejor que sus rivales. Minutos antes del combate recibe una carta de su novia que le hará reflexionar sobre su papel en la vida. Kid es manejado por un promotor sin escrúpulos, interpretado por un soberbio Chema Ruiz. Ambos sostienen un precioso combate dialéctico en el que los golpes son sustituidos por las palabras en una de las escenas clave del montaje. Achúcaro, el jefe de todo el entramado mafioso está interpretado por un solvente Jesús Calvo, duro, directo y sin concesiones. Cierra el plantel una magnífica Marta Guerras, la querida de Angel, el promotor, en ocasiones un trasunto de Madonna. Seductora e inteligente, levanta pasiones y consigue sus objetivos en un mundo eminentemente masculino.
La escenografía de Lua Quiroga es una portentosa recreación de los ambientes lóbregos de gimnasio, un punching ball desgastado, un saco polvoriento…
En resumen, una función donde reflexionar sobre lo que significa ganar, donde la ética se pone contra las cuerdas y el combate más duro muchas veces es contra uno mismo, todo enmarcado en una España que recién estrenaba la democracia. Una obra coral donde la maltratada dignidad del púgil, ese moderno gladiador, resiste en pie sobre el cuadrilátero de la vida.